PSICOLOGIA › CONSECUENCIAS SUBJETIVAS DEL TERRORISMO DE ESTADO
Testigos necesarios
Al considerar el acto de quienes dan testimonio en los juicios por el terrorismo de Estado, la autora señala que “al valor jurídico probatorio que los convierte en ‘testigos necesarios’ se agrega la dimensión de restitución subjetiva. La palabra, en un escenario público que la sanciona con valor jurídico, acerca al sujeto a una dimensión reparatoria que, sin embargo, tiene un punto de imposibilidad”.
Por Ana María Careaga
*
En los juicios por la represión clandestina e ilegal, durante la última dictadura militar, se ha dado en llamar “testigos necesarios” a los que pueden reconstruir lo sucedido por haber sido, en su mayoría, víctimas de esos delitos: detenidos-desaparecidos, familiares o allegados. El carácter oculto de aquella represión los vuelve imprescindibles para dar cuenta de los hechos que se constituyen en prueba contra los perpetradores. No contando en general estos sucesos, por su naturaleza, con testigos presenciales “ajenos a los mismos”, la víctima deviene responsable de probar el delito de lesa humanidad. Este testigo debe reconstruir, en su relato, algo que lo trasciende como individuo: es portador de un fragmento de la historia que lo involucra a la vez que lo excede largamente.
En la singularidad de cada uno de los testimonios que se escuchan día a día en las audiencias, se reconstruye una etapa de la historia argentina que, en su magnitud, era des-conocida por el conjunto de la sociedad. Esta reconstrucción se configura en la suma de vivencias únicas y singulares, que a la vez la tornan un solo relato colectivo en el cual se muestra la sistematización, repetición y planificación del terrorismo de Estado. “Una sola muerte numerosa”, escribió Tomás Eloy Martínez en Lugar común la muerte.
El testigo, colocado en el lugar del que, en sede judicial, demuestra la verdad de lo acontecido en los campos, debe así contar una y otra vez lo mismo, y esto deberá coincidir con el relato de los otros, que a su vez cuentan una y otra vez lo mismo, sucedido en diferentes rincones del país. Pero se trata de expresar lo imposible de ser dicho: algo que, en tanto traumático, es del orden de lo indecible.
Y esto es a la vez posible e imposible. Su posibilidad se encarna en la repetición de cada testimonio. Su imposibilidad, en la estructura misma del sujeto. Un ejemplo paradigmático, en la escena jurídica, es la insistencia en los dichos probatorios de los testigos, para que den cuenta presencialmente de los hechos de tortura que se les imputan a los reos. El esfuerzo de los testimoniantes por demostrar las prácticas de tortura efectuadas sobre terceros resulta ser, en muchos casos, un relato que excluye la mirada. Ante las preguntas de jueces o abogados defensores acerca de si el testigo vio cuando aplicaban tormentos, la mayoría da respuestas como: “Sé que lo hicieron porque vi a Fulano salir de la sala de tortura todo transpirado...”, o bien “... sacado”, o “Lo sé porque cada vez que eso pasaba ponían la música a todo volumen” o “... escuchaba los gritos”. Y algo falta allí. Falta el testigo directo; aquel que, con su mirada, da cuenta del cuerpo agujereado del otro.
La mirada queda excluida de su valor probatorio, dando lugar a la palabra, a un solo relato colectivo que resulta contundente en la repetición de una metodología aplicada a todos. Así, la práctica de la tortura cobra relieve también en tanto exceso imposible de tramitar; la tortura como resto imposible de verbalizar queda sancionada de este modo. En estos términos el testimonio deviene, precisamente, en el lugar de producción de verdad como soporte de la justicia.
Como en el relato del sueño, el sujeto reconstruye una vivencia que es única y singular para él, y en ese texto define el único acercamiento posible a la verdad velada que habrá de dilucidarse. En ese intento de narrar el tránsito a la muerte, en ese relato subjetivo, en la reconstrucción contextual que hace el sujeto, allí es como se puede acceder a la mayor verdad posible sobre la represión oculta. En el texto único de cada narración irrumpe el sujeto singular y se sitúa la diferencia; en la repetición, el relato encarna en una historia colectiva.
Cuando acontece el olvido, el sujeto, puesto en la posición de recordar, intenta justificar esa imposibilidad: “Me pasé treinta y cinco años tratando de olvidar y ahora me piden que recuerde...”. También está el que logra utilizar ese escenario para decir lo que nunca antes había dicho, sancionándolo como espacio reparador más allá del valor probatorio de su relato. Estuvo el que, ante la pregunta por cuándo fue puesto en libertad, luego de ensayar distintas respuestas posibles, concluyó: “Esa pregunta se la debo”, manifestando así los alcances de la represión encarnada. En todos ellos se da la intersección entre la experiencia singular y la colectiva. Ante la pregunta por los efectos que esa experiencia traumática dejó en su vida, una testigo contestó: “Recién pude empezar a restituirme cuando empecé a colaborar en la confección y reconstrucción de los listados de los desaparecidos”.
En las audiencias, se escucha: “Los testigos tenemos el deber, tenemos la obligación ...”; o bien: “A nosotros no nos obliga nadie, lo hacemos por la memoria de los compañeros ...”. Pero, más allá de la impronta de cada sujeto testimoniante, la palabra de los testigos adquiere varias dimensiones. Al valor jurídico probatorio que los convierte en “testigos necesarios”, se agrega la dimensión de restitución subjetiva. En tanto la palabra se explicita en un escenario público que la sanciona con valor jurídico, acerca al sujeto a una dimensión reparatoria que, sin embargo, tiene un punto de imposibilidad. Hay una parte irreparable de estos hechos traumáticos, jamás retornará el sujeto a un estado anterior. Pero el escenario de la Justicia es uno de los que pueden, en parte, reparar las consecuencias del terrorismo de Estado, tanto en el plano social como en el individual.
Lo indecible de estas experiencias, lo inenarrable de estas prácticas aberrantes que se relatan en los testimonios, lo que las constituye en delitos que ofenden a la humanidad, es precisamente lo que da cuenta de su dimensión irreparable. La institución del sistema concentracionario; la vivencia en condiciones infrahumanas de las personas sometidas a tratos crueles y degradantes; el robo de bebés; la incertidumbre habitando miles de hogares durante años; la imposibilidad del duelo frente a un cuerpo ausente; la práctica de acudir a cenotafios (monumentos funerarios en los que el cadáver no está) para encontrar un lugar de inscripción en la piedra del nombre del desaparecido; todo esto nos coloca en la necesidad de pensar en consecuencias subjetivas del terrorismo de Estado, que necesariamente nos involucran a todos. Implica también la restitución de sentido, en el texto y contexto de la construcción de la historia.
La importancia de institucionalizar el relato obedece a la necesidad de que la sociedad y el Estado se hagan cargo de una etapa de la historia que tuvo como víctima directa a parte de una joven generación, pero cuyo objetivo fue el conjunto de la sociedad. Esto trae aparejada una restitución de verdad, de sentido a nuestra historia.
En la medida en que así va sucediendo, se alivia la carga del testigo. En una suerte de paralelo con la obra de un creador, se podría decir que su producción ya no le pertenece. El testimoniante, que en su rol de “testigo necesario” escribe la historia, asume un rol distinto del que otrora le había destinado la represión, el de diseminador del terror.
En el análisis de las consecuencias del terrorismo de Estado, en esa tarea de reconstrucción, nuevos sentidos irrumpen en el sujeto, en una relación dialéctica entre su vivencia, otras vivencias singulares y la vivencia colectiva. Así se construye la historia y, en tanto esa historia lo constituye, lo incluye en una dimensión colectiva que, como acción reparatoria en el marco de una sanción jurídica y social, lo alivia.
* Psicoanalista, directora del Instituto Espacio para la Memoria. Extractado de un trabajo presentado en la mesa Consecuencias subjetivas del terrorismo de Estado, en las XVIII Jornadas de Investigación de la Facultad de Psicología de la UBA, en el marco de la tarea de las cátedras “Psicoanálisis Freud I” y “Construcción de los conceptos psicoanalíticos”, a cargo de Osvaldo Delgado.
Ana María Careaga
Licenciada en Psicología (UBA) y periodista. Tiene una vasta experiencia profesional y desarrolló una extensa trayectoria en el ámbito de los derechos humanos. Realizó denuncias, presentaciones, charlas y conferencias en el país y en el exterior acerca de las consecuencias del Terrorismo de Estado en Argentina, además de investigar en profundidad dicha temática. Fue secretaria de Derechos Humanos de la Unión de Trabajadores de Prensa de Buenos Aires (UTPBA). Tiene una amplia producción de artículos sobre psicología y derechos humanos.
Ana María Careaga es hija de Esther Ballestrino de Careaga, detenida y desaparecida en la Iglesia Santa Cruz con otras dos fundadoras de Madres de Plaza de Mayo, Azucena Villaflor de De Vicenti y María Ponce de Bianco, cuyos restos fueron encontrados el pasado año y sepultados en la misma Iglesia Santa Cruz.
En este Blog se `puede buscar un artìculo sobre Esther Ballestrino de Careaga.
No hay comentarios:
Publicar un comentario