"Ni olvido, ni perdono"
26JUL201007:16
Se llama Olga, pero todos la conocen como Nancy, su nombre de guerra. A los 15 años fue la primera vez que arriesgó la vida por sus ideales. En plena dictadura, rompía el toque de queda para salir a pintar las paredes de las calles de Asunción con consignas contra el régimen opresor y represor de Alfredo Stroessner (1954-1989) que, en sus 35 años de gobierno, dejó miles de muertos, torturados y desaparecidos en Paraguay. A pesar de su osadía, Nancy sobrevivió. Pasó por la cárcel, por el exilio y por los interrogatorios de la Operación Cóndor, y hoy, con lágrimas en los ojos, lo cuenta para que su recuerdo perviva en la memoria de los vivos.
Heredó la rebeldía y la conciencia política de su padre, el señor Augsten, un hombre de ideología socialista que participó en el levantamiento contra la dictadura militar anterior a la de Stroessner. Por ello, fue mandado al exilio cuando Olga tenía 7 años. “Como echaron a mi padre del país, mi familia se fue a vivir a Clorinda, un pueblo fronterizo de Argentina, sin luz ni agua corriente. Tenía poco que ofrecer, así que a mi me internaron en un colegio de monjas en Asunción, porque mi padre decía que allí tendría mejor educación”, relata.
Creció lejos de los lazos protectores de sus padres, bajo la férrea disciplina de unas monjas, que según recuerda Olga, trataban de lavarle el cerebro. “Nos hacían rezar al levantarnos, antes y después de desayunar, antes y después del almuerzo, y antes y después de la cena. Además, nos revisaban la cama para ver si dormíamos juntas. Luego entendí que su intención era prevenir el lesbianismo, ¡como si supiéramos algo de eso a nuestra edad!”, explica.
Una vez al año, cuando llegaban las vacaciones de verano, Olga viajaba hasta Clorinda para reencontrarse con sus padres. Allí, iba forjando poco a poco una mirada crítica de lo que sucedía en su país, asistiendo a las reuniones conspirativas contra la dictadura que organizaban sus padres en su casa del exilio.
Olga estudió en el internado hasta los 15 años, y al salir de la institución, se fue a vivir con sus abuelos, en la misma capital. Fue un año después del golpe de estado de Alfredo Stroessner, quien tras su subida al poder implantó de nuevo un régimen dictatorial y una dura represión. Olga, a su corta edad, y siguiendo los pasos de su padre, se afilió al Partido Revolucionario Febrerista, donde empezaron sus andaduras en la resistencia. “Con los compañeros, salíamos por la noche a pintar consignas contra el gobierno. Íbamos dos chicos y dos chicas, y cuando veíamos que se acercaba un policía, nos abrazábamos y nos besábamos como si fuéramos novios, para disimular. Sabíamos que corríamos riesgo pero, cuando se iba el policía, continuábamos pintando”, explica entre risas.
En mayo del año 57, su padre ingresó desde Clorinda a Paraguay para participar en una reunión clandestina, pero se filtró el encuentro y detuvieron a los conjurados. Por equivocación, dejaron en libertad a su padre, que pudo escaparse del país gracias al asilo de la embajada uruguaya, pero cuando la policía se dio cuenta del error, fueron a buscarlo. Esa misma noche, a las 2 de la madrugada, irrumpieron en casa de los abuelos de Olga en busca del fugitivo, y tras revolverlo todo y no encontrar su objetivo, se la llevaron presa a ella y a su madre. Pasaron dos meses detenidas en un cuartel de policía en Asunción, soportando constantes interrogatorios. “Mentiría si dijera que nos golpearon mucho, pero era duro oír cómo torturaban a otra gente, sus gritos y sus llantos. Ellos nos amenazaban y yo tenía miedo de lo que podían hacernos, pero aguantaba”, explica. Sus convicciones y la esperanza de recuperar la libertad era lo que le daba fuerzas para resistir.“Pensaban que nosotros propiciábamos armas en Paraguay, y querían que delatáramos a gente, que les diéramos nombres, pero callamos”. Y añade: “Nunca traje bombas, pero me habría gustado”.
Como no soltaban prenda, trasladaron a Olga y a su madre a la comisaría número 4 de Asunción, donde continuaron los interrogatorios. “Pasamos 6 meses tiradas en el piso, con un olor horrible, con frío y humedad. Sólo teníamos un colchón roto y una lata de leche para hacer nuestras necesidades y sólo nos dejaban higienizarnos media hora cada 3 días”. Además de la dureza de las condiciones físicas, Olga sufrió tortura psicológica: “Me amenazaban continuamente. Por ejemplo, un día venían por la mañana, se acercaban, y me decían: vas a ver lo que te pasará esa noche. Entonces, yo ya no podía dormir del terror que sentía”.
Después de medio año, y por mediación de un obispo pariente de la familia Augsten, Olga y su madre lograron que las reubicaran de nuevo a otro penal, esta vez a la cárcel del Buen Pastor, un centro de internamiento regentado por monjas, donde las condiciones de vida mejoraron un poco. Tres meses después, les dieron la libertad y las echaron del país.
Sin despedirse de sus amigos, fueron a vivir a Clorinda, con su padre, que ya se había trasladado de nuevo al exilio, y allí pasaron a engrosar las filas de la resistencia. Sin embargo, Stroessner quería que la familia volviera al país y se uniera a su régimen a cambio de favores. Era algo personal, puesto que el padre del dictador y el abuelo de Olga habían llegado juntos desde Alemania años atrás, estableciéndose en Encarnación, al sur de Paraguay. Los Stroessner y los Augsten fueron por entonces familias apegadas. “El dictador tenía un bronca especial con mi papá, porque sentía que era como una traición a su familia. Stroessner trató de comprar a mi padre, pero él lo rechazó. Le dijo que las ideas no se venden”, cuenta Olga.
En Clorinda, Olga se convirtió en Nancy, su sobrenombre en la clandestinidad, y durante más de 30 años participó en distintos operativos para derrocar el régimen. “Mi casa estaba a una cuadra del río que divide Argentina y Paraguay, así que era muy fácil ingresar de incógnito al país. Ya teníamos nuestros contactos, que nos ayudaban a cruzar en bote, y luego me quedaba escondida a casa de gente afín”, recuerda. Con este método, Nancy introdujo varias veces desde Clorinda sacos llenos de octavillas que clamaban contra Stroessner, y como representante del exterior, Nancy asistía a las distintas reuniones que la disidencia organizaba en secreto.
La actividad no cesó cuando se casó, a los 22 años, con el doctor Aquino. Salvaguardado por la buena imagen que el pueblo tenía de él, acumulaba también un largo historial revolucionario que le llevó, como a Nancy, a estar en alguna ocasión entre rejas. Juntos formaron un equipo dentro y fuera del matrimonio, y continuaron con sus actividades clandestinas estableciendo por seguridad una estrategia de supervivencia familiar: “Normalmente yo iba al frente y él se quedaba en la sombra, porque si detenían a alguien era mejor que fuera yo, puesto que él era quien aportaba el dinero a la familia. Si caía uno, el otro tenía que aguantar para continuar luchando”, aclara.
Mandaban medicamentos, dinero y ropa para los presos políticos, escondían a perseguidos, y su casa se convirtió en otro centro de reuniones de la disidencia. Su apoyo logístico ayudó en la formación de una guerrilla, y en la organización de un intento golpista. “Alojamos en nuestra casa 300 personas que iban a apoyar un levantamiento militar contra Stroessner, pero al final no pudo realizarse porque hubo un chivato del ejército que delató el complot”, explica.
La satisfacción y el orgullo de participar en la lucha para lograr la caída de la dictadura, tuvo sin embargo su sabor amargo. “Me sentía apestada porque mucha gente paraguaya que estaba de paso en Clorinda me rechazaba por miedo, o porque no estaban de acuerdo con lo que hacíamos. Algunos se daban la vuelta si me veían por la calle, para no saludarme, e incluso mi hermana, que vivía en Asunción, me negaba que la fuera a visitar en secreto porque decía que si me descubrían la comprometería”, recuerda.
Además, Nancy y su familia tuvieron que aprender a vivir controlados. Durante todos esos años, espías y confidentes seguían todos sus pasos en Clorinda, lo que llevó a que 7 veces la policía allanara su casa en busca de pruebas que los comprometiera. La persecución llegó a su punto álgido con el golpe de estado de Videla en Argentina el año 1976. Nancy se daba cuenta de la inestabilidad política de su país de acogida. “Ya se veía venir, por eso me tomé la molestia de sentarme una tarde a quemar unos 400 libros y revistas de línea comunista que tenía en mi librería. Para mi eso fue muy duro”, dice con los ojos humedecidos.
Probablemente ese gesto fue determinante para salvar su vida. Día a día fueron desapareciendo paraguayos opositores a Stroessner en Argentina, hasta que les llego el turno a ellos. “Registraron la casa, se llevaron libros, documentos, y papeles de propiedad, y nos llevaron presos. Teníamos mucho miedo porque sabíamos qué estaba pasando y pensábamos que nos matarían”, confiesa Nancy. Ese operativo formo parte de la Operación Cóndor, en que las dictaduras de América Latina conformaron un plan de colaboración con la CIA para detener, interrogar, torturar y asesinar todas las personas subversivas a sus regimenes y afines al comunismo. De hecho, en Paraguay se encontró el único archivo que da fe del seguimiento al que se vieron expuestas muchas personas opositoras como Nancy: “Había informes en los que se registraba todos los movimientos que se hacía en casa, quien entraba, quien salía, con quien nos reuníamos, etc.”,explica.
Se calcula que 80.000 personas murieron o desaparecieron víctimas de la Operación Cóndor, pero Nancy y su familia corrieron mejor suerte. Tras 48 horas de interrogatorios, a ella y a su esposo los soltaron. Su padre tuvo que esperar 15 días más, pero finalmente también recuperó la libertad. “A nosotros nos salvó el hecho que mi marido era muy querido por todo el pueblo y por los gendarmes de Clorinda, porque su médico trabajaba en el consultorio de mi esposo. Ellos sabían que nosotros sólo participábamos en la parte logística de la resistencia, y que no éramos guerrilleros”, explica.
Sin embargo, esas 48 horas de arresto e interrogatorios sembraron de nuevo la semilla del miedo en su corazón. “Durante 5 meses no me atrevía a abrir la puerta cuando llamaban por la noche por un parto o por un accidente, porque tenía terror de que fueran los militares de nuevo y que nos mataran”. Nancy no descansó hasta que el ejército abandonó Clorinda, pero la mala experiencia, que todavía recuerda con sufrimiento, no fue suficiente para convencerla en dejar la lucha por sus ideales.
Nancy mantiene todavía hoy su espíritu combativo. A sus 70 años milita en las filas del Partido Movimiento al Socialismo con el objetivo de lograr una sociedad mejor para sus nietos. “Ahora estamos con una supuesta democracia, pero en realidad no es tal porque la estructura es la misma. Cambiar esto llevará tiempo, y no creo que yo lo llegue a ver”, comenta.
Lo que sus ojos sí pudieron distinguir fue la caída de la dictadura de Stroessner tras 35 años de gobierno. Eso se terminó, pero ella todavía convive con las secuelas físicas y psicológicas fruto del estrés postraumáticos. No tolera bien estar en espacios cerrados, tiene insomnio, cuando no pesadillas, y sufre dolores en el cuerpo por los meses encerrada en la celda. “Esos dolores los empecé a sentir a los 20 años, después de pasar por la cárcel, pero luego se agudizó con la obesidad”, explica.
La mayoría de los responsables de los crímenes de la dictadura de Stroessner no han rendido cuentas con la justicia, cosa que a Nancy le indigna. “Hay quien me dice que olvide esa historia, pero ¿cómo quieren que olvide si me frustraron la juventud? ¿Cómo quieren que me olvide de mis 6 meses en una celda con sólo una lata de leche para hacer mis necesidades?”, se queja.
Ni olvida, ni perdona, y ese sentimiento, a la vez, le aviva el orgullo por la lucha que libró en la clandestinidad. “Siento que estoy en un país mejor por propios méritos, y también gracias a todo lo que yo hice desde el exilio”. Sin embargo, no se lo han reconocido públicamente. Al terminar la dictadura, hicieron un homenaje a su esposo en la capital de Paraguay en agradecimiento a su compromiso con las libertades y la democracia, y esta vez, fue Nancy la que quedó en la sombra. “Ahí se ve el machismo de la sociedad paraguaya, porque a mi me veían solamente como a una acompañante”, pero añade sin ningún tipo de rencor, “en realidad, reconocían la labor de mi marido como cabeza de una familia comprometida. No hay que olvidar en qué época vivíamos”.
Nancy minimiza el hecho, mientras yo me pregunto cuantas historias de mujeres habrán quedado ocultas bajo la sombra de algún hombre.
ElMundo.es - España 26 de julio 2010
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